En dos ocasiones estuve a punto de morir. Dos veces, en la misma semana. Y vos decís que tenés estrés porque te late un poquito el ojo derecho.
La primera fue un lunes, a las ocho y cuarto de la mañana. Decidí ir en bicicleta al trabajo. Mi exmarido me había pedido que le devolviera el auto o que le vendiera mi parte. Así que, en un arranque de madurez, tomé la decisión más saludable: le pedí a un amigo que le prendiera fuego al auto en la vereda de casa para cobrar el seguro, y yo me fui a trabajar en bici.
A dos cuadras de la oficina, dos muchachitos en moto se me pusieron a la par. El de atrás me mostró un arma e intentó arrancarme la mochila. Forcejeé con él. Finalmente me quedé con la mochila, pero perdí el equilibrio y caí de lleno en la calle. Golpeé la cabeza contra el asfalto con todo el peso del cuerpo, y justo cuando el aturdimiento comenzaba a hacer efecto como una droga mala, sentí el chirrido de un auto frenando a milímetros de mi cara. Puedo asegurar que con la punta de la nariz llegué a tocar la rueda, y hasta sentí ese olor a caucho quemado que deja el roce contra el asfalto caliente.
Leí una vez que, justo antes de morir, el cerebro puede experimentar un aumento de actividad eléctrica. Quizás por eso, en esos momentos críticos, uno ve pasar su vida como una película. Antes creía que era un recurso barato de los guionistas de cine para meter un flashback en medio de una trama. Pero no: lo viví.
En esa fracción de segundo, vi imágenes que se sucedían una tras otra como postales antiguas: a Sultán, el perro que me acompañó toda mi infancia; a mis abuelos poniendo la mesa bajo una parra en un almuerzo de verano; a Camilo, mi primer amor; a mis padres felicitándome cuando me recibí de abogada; el nacimiento de Lucía y Lautaro, mis dos hermosos hijos… y ahí fue cuando comencé a sospechar.
Nunca tuve un perro que se llamara Sultán. De hecho, no me gustan los perros. Nunca conocí a mis abuelos. No sé quién es Camilo. No soy abogada, trabajo en un comercio. Y por supuesto, no tengo hijos.
Según testigos, el conductor del auto me levantó del suelo inmediatamente y, junto con otro transeúnte anónimo, me cargaron en una ambulancia que, por casualidad, estaba estacionada en la esquina. Todo debió durar segundos. Sin embargo, para mí fue suficiente para entender que algo no encajaba. No me robaron la mochila. Pero me robaron los últimos recuerdos de mi vida… Eso me gano por vivir en Sudamérica.
Mientras esperaba el alta en el hospital —después de unas curaciones menores y una tomografía que no reveló nada preocupante—, me rondaba una idea: ¿y si, en algún lugar, otra persona tuvo una experiencia cercana a la muerte… y lo último que vio fueron mis recuerdos? Tal vez esa persona no sobrevivió. Tal vez, en sus últimos instantes, vivió una existencia ajena, modesta y mediocre como vida. Y eso me hizo sentir un poco mejor. Al menos yo seguía con vida.
No tuve tiempo de pensar demasiado. La rutina volvió a ocupar su lugar. Mi amigo, el que debía prender fuego el auto, fue atrapado por la policía antes de terminar el trabajo. El jueves, mientras iba camino a pagar la fianza caminando una señora a dos cuadras de mi casa estaba parada en la vereda de enfrente empezó a gritar. Miré hacia arriba con la suficiente velocidad para darme cuenta de que el motor de un aire acondicionado venía derecho a mi cabeza.
Y volvió a pasar.
Es curioso lo líquido que puede ser el tiempo. Siete minutos bajo el agua pueden parecer una eternidad; siete minutos de sexo, nada; una semana de vacaciones, un suspiro; pero una semana en coma, interminable. En los segundos en que el aire acondicionado caía a toda velocidad hacia mí, comenzaron los flashes otra vez.
Esta vez sí eran míos y creo que en algún punto fue lo mas decepcionante de la primera parte de esos flashes. Ante mis ojos pasaron a una velocidad asombrosa muchísimos recuerdos: La primera vez que fui sola al almacén. Una película mediocre vista en la tele. El día que encontré un calendario viejo tirado en la basura. Cuando casi me gano la lotería, el turno que me cancelo el dentista, la primera vez que viaje en subte, el mal beso que me dio mi primer novio cuando nos despedimos, una ensalada de atún a la que le faltaba sal , una canción de los Beatles que no significaba mucho para mí. Eran mis recuerdos si, pero nada muy trascendente.
Hasta ahí, todo bien… aunque bastante mediocre. ¿Casi ganarme la lotería? ¿Una película mala?. En mi vida pasaron cosas interesantes. Me enamoré, tuve logros. No será la vida de una estrella de cine, pero al menos para un resumen emocional, un poco más interesante alcanza o almenos eso suponía yo hasta que paso lo que en verdad me dejo paralizada.
Y entonces, como si una pestaña emergente se abriera en mi mente, comenzaron a aparecer recuerdos que no eran míos. Vi un diploma con el nombre “Omar Luna”. Vi cómo alguien me lo entregaba mientras la gente aplaudía. Un auditorio lleno. Todos me felicitaban por mi carrera en el mundo de la investigación y de la salud. Un beso en la boca de una mujer con los ojos llenos de lágrimas. Y fue justo en ese instante, con el aire acondicionado ya a centímetros de mi cabeza, que me corrí medio paso a la izquierda. El aparato se estrelló contra el suelo. No era mi momento.
Podría decirse que soy la persona más afortunada del mundo por haber sobrevivido a dos experiencias cercanas a la muerte en una semana. Pero no me siento así. Mi vida sigue siendo regular, mediocre incluso, y sin señales de un golpe de suerte que la transforme. Terminé los trámites del divorcio, me quedé con algo de plata… y un pequeño problema con el seguro del auto.
Mi cerebro tampoco cree que mi vida sea gran cosa. Por eso, tal vez, decidió proyectar una película más interesante.
Desde entonces, hay un nombre que no puedo sacar de la cabeza: Omar Luna. Si mi teoría es correcta, alguien con ese nombre murió ese mismo día, a pocas cuadras de donde yo casi muero.
La búsqueda no tardó mucho. Era un neurocirujano, fallecido en un sanatorio efectivamente a pocas cuadras del lugar donde casi muero nuevamente. Eso confirma dos cosas: uno, que el intercambio de recuerdos puede ocurrir si ambas personas están cerca físicamente; y dos, que mi teoría es imposible de comprobar, salvo que ambas personas sobrevivan… y una de ellas no mienta.
Me encantaría investigar más, pero tengo otros problemas. Como convencer al investigador del seguro de que yo no mandé a prender fuego el auto.
Aun así, descubrí algo inquietante en el testimonio de la esposa de Omar que encontré en uno de los tantos sitios sobre salud que encontré navegando por internet, Ella fue quien estuvo a su lado en sus últimos momentos. Según relató, sus últimas palabras fueron:
— ¿Te acordás, vieja, cuando casi nos ganamos la lotería?
Y murió con una sonrisa dibujada en el rostro. A la viuda le pareció curioso. Ya que no recordaba dicho evento.